En este relato franco y transparente de su lucha con el intenso dolor físico, Joni Eareckson Tada nos brinda su perspectiva de la sanidad divina, los propósitos de Dios, y lo que significa vivir una vida de gozo en medio de las circunstancias.
Por más de cinco décadas, en 1967, un accidente de clavado en el agua dejó a Joni tetrapléjica. En este libro, ella presenta su batalla con un dolor incesante. La urgencia de este tiempo en su vida llevó a Joni a volver a considerar los temas fundamentales del dolor y la voluntad de Dios.
Sea que los lectores estén atravesando un sufrimiento físico, una pérdida financiera, una herida emocional, o cualquier otra circunstancia difícil, en Tiempo de sanar Joni tiene una invitación personal para cada uno:
“Los invito a que se unan a mí en una travesía contemporánea y muy personal, conforme regreso a algunas cuestiones fundamentales acerca de la vida y la sanidad, del sufrimiento y la perseverancia, del desconsuelo y la esperanza.”
“También quiero alentarlos a levantar la mirada desde las batallas cotidianas para poder enfocarnos en ese tiempo de la sanidad final que nos espera a todos nosotros. El tiempo cuando todo ojo será abierto, los oídos de los sordos serán destapados, las lengüas de aquellos que no pueden hablar gritarán de gozo y el cojo saltará como venado (Isaías 35:5,6). ¡Oh qué glorioso será aquel día!”.
Mas Acerca de Joni Eareckson Tada
Por años, yo fui una de aquellas personas que insistía: «La discapacidad les sucede a otras personas, no a mí». Mi familia era del tipo atlética, siempre dispuesta a jugar tenis, acampar o a andar a caballo. Mis tres hermanas mayores y yo ni siquiera habíamos experimentado lo que es torcerse un tobillo.
Todo cambió en una calurosa tarde de julio de 1967, cuando mi hermana Kathy y yo salimos a nadar en una playa en la bahía de Chesapeake, Maryland. El agua se miraba turbia bajo el sol de mediodía y no me molesté en revisar la profundidad del agua antes de subirme sobre una balsa que estaba anclada en la costa afuera. Posicioné mis pies sobre la orilla, respiré profundo y me lancé en un clavado cuando zas! Mi cabeza golpeó algo duro, se rompió hacia atrás y sentí un extraño choque eléctrico en mi nuca. Flotando boca abajo y aturdida, me di cuenta de que no podía salir a la superficie. «Por qué no se mueven mis brazos? pensé Por qué no puedo patalear mis piernas?».
Mis pulmones estaban gritando por aire, pero justo cuando abrí mi boca para «respirar» agua, sentí los brazos de mi hermana sacándome del agua para recibir aire fresco. «Kathy balbuceé cuando vi mis brazos inmóviles colgando sobre sus hombros no tengo sensación!». Una persona que estaba tomando sol corrió hacia el agua junto con su balsa. Alguien más llamó a una ambulancia. Dentro de una hora, enfermeras en la sala de emergencia del hospital estaban cortando y removiendo mi traje de baño mojado, mis anillos y mi collar.
Sentía que la cabeza me daba vueltas y comencé a perder el conocimiento… Cuando escuché el zumbido de un taladro sobre mi cabeza un médico estaba atornillado pernos en mi cráneo para estabilizar mi cuello! Mi accidente de clavado me catapultó hacia el mundo extraño y aterrador de tubos y máquinas. Los médicos me acostaron sobre un marco de Stryker (una camilla en la que posicionan a pacientes con lesiones de la médula espinal entremedio de dos armazones, como tipo sándwich). Me dejaban viendo hacia arriba por varias horas y luego le daban vuelta a la camilla, dejándome boca abajo para prevenir úlceras de presión.
Pero eso no ayudó. Dentro de meses, perdí tanto peso, que los huesos de mis caderas y codos comenzaron a protruir de mi piel. Eso significó más operaciones y más meses recostada sobre el marco de Stryker. Una profunda y oscura depresión comenzó a asentarse sobre mí. «Dios, cómo pudiste haber permitido que esto me pasara? preguntaba yo era cristiana antes de mi accidente Qué hice mal? Estoy siendo castigada?!».
El resentimiento hacia Dios comenzó a arraigarse en mi corazón. Amistades oraron por mí día y noche. Después de casi un año en el hospital, comencé a sentir una diferencia. Ya no preguntaba «por qué?» con un puño y enojo; más bien, comencé a preguntar «por qué?» con un corazón abierto.
Sin darme cuenta, Dios estaba comenzando a sanar mi alma herida por medio del poder de la oración. Verdaderamente noté la diferencia en mis sesiones de terapia ocupacional. Semanas antes, yo me había neciamente rehusado a aprender a escribir con un lápiz contraído entre mis dientes.
Pero luego conocí a Tom, un joven tetrapléjico que dependía de un ventilador y que estaba más paralizado que yo. Él tenía una actitud entusiasta, permitiendo a la terapeuta colocar el lápiz en su boca. Ver su actitud me hacía sentirme avergonzada de mis tantas quejas.
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